Alejandro Liébana participó del conflicto bélico del Atlántico Sur como soldado conscripto del Ejército Argentino. Las fotos de esta entrevista pertenecen a su colección privada y las reproducimos con su permiso. La carta de su madre y su testimonio son parte del libro Cartas de la guerra publicado por el Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur. (Archivo-MMIAS.)
22 de abril del 82
Hijo,
Hoy he recibido tu carta. Tratá de aguantar todo lo que estás pasando. Papá y mamá están esperando volver a darte un beso. Hijo querido, cuidate, aguanta todo lo que puedas. Pensá solo en estar con nosotros que te amamos. Si Dios quiere, pronto estarás junto a nosotros, no me falles, cuidate. Tu madre y papá hasta que no estés con nosotros no viven. Pensá en esto y trata de ser fuerte para estar sano y volver pronto a casa. Todo lo que está pasando te va a parecer un sueño, esto no va a pasar de una pesadilla. Todo esto se arregla pronto. Toda América se unió con Argentina y los ingleses están aflojando, si esto no fuera cierto, ya la flota inglesa hubiese llegado hace rato. Están parados porque no esperaban que todos los países se unieran en apoyo. Hasta los rusos están esperando que ataquen, pues están con nosotros, eso hizo que arrugaran. No va a pasar nada, lo único que a mí y a papá nos importa es que estés con nosotros. Cuídate hijo mío, aguanta todo lo que puedas, sos un chico inteligente y no me vas a fallar. No creas que estás en la isla solo, yo estoy con vos.
El beso que te mando te dará un calor que necesitás.
Viví para que tu mamá viva.
Un abrazo y besos de mamá.
Alejandro Liébana. Esta es una de las tantas cartas que recibí. Son unas treinta. Hay muchas cosas que me dice mi vieja y lo que repite todo el tiempo es que ella no vive si yo no vuelvo. Después me enteré que, por ejemplo, durante lo que duró el conflicto, hay una vecina, una vecina, muy muy querida, ¿viste que antes en el barrio éramos de tener más contacto? Los vecinos venían a casa. Y esta vecina durante todo el conflicto cocinaba porque mi mamá no quería cocinar. Ella decía que no se podía poner en la cocina, a preparar comida, sabiendo que yo no la estaba pasando bien. Entonces mi vieja no cocinaba y la ayudaban los vecinos. Eva, una vecina que era la que más estaba en casa. Después, bueno, me cuenta anécdotas de mi hermano. Una que me acuerdo que sirve para ver, para entender lo que estaba pasando, ¿no? Porque nosotros a veces hablamos de lo que pasamos nosotros en Malvinas, pero ¿los que quedaron acá? ¿Qué pasaba con los que quedaron acá? Mi hermano, por ejemplo, que tiene seis años menos que yo, me cuenta, mucho después de haber vuelto de Malvinas, que un día, mientras yo estaba allá en la guerra, hacía frío y nosotros compartíamos la habitación. Entonces él se pone un pullover mío, no sé por qué razón, si era porque quería tener algo mío o porque no encontró algo de él. Pero se puso mi pullover y se comió un reto fuerte y un enojo de mi mamá porque ella decía ¿cómo te vas a poner eso si tu hermano no murió todavía? Entonces, digo, me acuerdo de esa anécdota que demuestra la tensión que se vivía en las familias. Se vivía la incertidumbre, se vivía el no saber lo que nos estaba pasando. Ella me cuenta en varias cartas que no recibía noticias mías, que le escribiera. Yo le escribí siempre, pero era muy complicado hacer llegar la carta a la posición donde estaba el Jefe de Grupo. Sobre todo, bueno, después del bloqueo aéreo el 1 de mayo ya no salía casi nada, salían muy pocas cosas. Entonces, toda esa tensión hacía las cosas muy complicadas para la familia. Uno lo entiende ahora, después ¿no? Ahora lo entiendo, cuando voy leyendo esta y otras cartas más de amigos, de vecinos, de primos, de mi abuela, que me escribe una carta contándome de que había ido a visitar a mi papá, que habían estado tomando mate, que estaban preocupados. El barrio estaba alrededor del tema. Los vecinos armaban encomiendas. Cuando volví de Malvinas, me dijeron que eran más de treinta encomiendas las que me habían mandado. Y yo recibí una sola. Con los vecinos, juntaban cosas desde comida a ropa y en una carta mi vieja me ponía que la encomienda era para que lo repartiera con los compañeros. Porque durante el servicio militar en el año 81 se había generado una relación. Había franco o había visitas en la instrucción y mis viejos eran de ir y se hizo una relación. Muchos compañeros míos se acordaban de mis viejos, ¿me entendés? Se hizo una pequeña relación. ¿Cómo está, señora? Muchas gracias. Había una formalidad, un cariño. Entonces ella me mandaba cosas y me decía que las repartiera con los compañeros. Y esto lo cuento porque la única encomienda que recibí fueron dos paquetes de cigarrillos. Yo no fumaba, nunca fumé, pero un vecino me los manda y adentro decía para que lo reparta, él sabía que yo no fumaba, pero que lo reparta con los compañeros que fumaban, ¿viste? Uno lo repartí. El otro paquete me lo quedé. No fumaba, pero me lo quedé porque era algo que venía del continente y me sirvió para el 1o de mayo. Cuando empieza el ataque al aeropuerto, a eso de las cuatro de la madrugada, más o menos, nadie entendía qué estaba pasando. Nadie sabía lo que era un bombardeo. Cuando recuerdo ese momento, me cuesta… Esa madrugada fue empezar a sentir el ataque al aeropuerto. Ya está, atacaban los ingleses, bajaban, venían. Íbamos a pelear. Después de la espera, la pelea. Así que me pongo apuntando con la ametralladora hacia la playa, que estaba a unos ochocientos metros. Para mí era que ya venían los ingleses de ahí. Entonces me quedé apuntando. Estaban atacando al aeropuerto, pero nosotros no lo sabíamos. Eso nos enteramos después. Todas las noticias nos las enterábamos después, porque no teníamos radio, no teníamos información. Entonces, en ese momento del bombardeo, me acuerdo sacar el paquete de cigarrillos y prender uno y ver qué era la sensación de fumar, qué era lo que estaba pasando, o sea yo era como que me quería ocupar de eso, ¿no? Para no pensar en lo que estaba pasando alrededor y fumé un año nada más. Después de volver de la guerra, fumé un año y nada más, porque no era fumador. O sea, aparte siempre hice actividad física, deporte, así que no, no era lo mío, pero digo usaba eso para escaparme.
Cuando recibías una carta era… No sé, era más que un plato de comida. Esto siempre lo hablamos con los compañeros, era una emoción muy grande. El frío hacía que uno perdiera motricidad fina, entonces, hasta a veces resultaba complicado abrir las cartas. Había que calentarse los dedos para no romper el papel de adentro. Mirarla para que no se rompiera y, bueno, era leerla y releerla y releerla mil veces. Por ahí en el día la leía más de quince, veinte veces. Era el único momento de contacto con la familia. Uno cuando leía la carta, lo que se le reflejaba en la mente era la situación de mi casa, la cocina, el patio, mi equipo de audio de música, toda esa situación y verla a mi vieja escribiendo la carta. Era eso lo primero que se me venía a la mente.
Escribir era bastante complicado. Había que calentar mucho los dedos. Costaba poder apretar la lapicera por el tema del frío, ¿no? Y sobre todo buscar un lugar, en una piedra, en la mochila, el bolso portaequipo, sacarlo y apoyar, era muy difícil conseguir una superficie para escribir. Tengo dos cartas, una que le mando a mi vieja y una que le mando a un amigo. La que le mando a mi mamá… ah y digo mamá porque hay una carta, justo, que me dice, se enoja y me dice “no me digas vieja, decime mamá.” Mi mamá es muy coqueta ¿viste? A ella le decía que bueno, que sí, que hacía frío. Esto fue antes del 1o de mayo. Decían que nos iban a relevar, entonces yo le mandaba todo eso para que ella se sintiera más cómoda. De hecho, termino una carta diciéndole: “ma, dejo de escribirte ahora porque nos estamos por sentar a comer un pedazo de carne.” ¿viste? Mentira, pero era para que ella se sintiera bien. Y ese mismo día escribo una carta a un amigo donde le cuento todo, que realmente era un desastre, que no teníamos comida, que el guiso que llegaba era muy pobre, muy aguachento y frío. Después describo como era el lugar. Le dibujo una antiaérea que estaba para el lado del aeropuerto y yo la veía. Entonces le describo todo eso. O sea, trataba de contarle la realidad a mi amigo y que no le dijera obviamente a mi vieja ¿no? Al leer las cartas de ella, donde ella me insistía, “está bien, te espero, quiero abrazarte, un beso”, yo me imaginaba cómo la estaba pasando, entonces, lo que menos quería era angustiarla.
Mi nombre es Alejandro Liébana, fui soldado clase 62, perteneciente al Regimiento de Infantería Mecanizado 3 de Tablada. Hice el servicio militar durante el año 81, salí de baja en noviembre del 81, y el 8 de abril a la madrugada recibo la cédula de convocatoria. Decía que me tenía que presentar en el regimiento ese mismo día a las doce horas del mediodía. Ya tenía el pelo largo para esa época.
Lo que me acuerdo fue esa mañana que mi papá no se fue a trabajar temprano. Se quedó desayunando en familia, un poco tenso, ¿no? Y lo que me acuerdo patente era que mi papá me pregunta ¿qué vas a hacer? Porque ya en ese momento, nosotros teníamos un tío que era suboficial mayor en Campo de Mayo y él, cuando todos nos enteramos de la recuperación de Malvinas… Él seguramente sabía lo de la Décima Brigada, que el Regimiento 3 podía llegar a participar. Nosotros no teníamos teléfono, pero porque no había teléfonos. En toda la cuadra había uno solo, ¿no? Se comunica con un vecino para que lo llamara a este tío. Sí, mi papá lo llama y le cuenta que el Regimiento 3 seguramente iba a participar. Este tío le dice que no me presentara ese día, que me presentara varios días después con un certificado médico.
Eso iba a evitar que yo viajara a Malvinas. Así me podía llegar a quedar en el regimiento. Por eso es que mi papá me pregunta ¿qué vas a hacer? Y obviamente, uno estaba con esa sensación de decir ¿qué hago? ¿me quedo? Pero tampoco sabíamos si íbamos a la guerra o qué pasaba. Y por otro lado sentía que estaba faltando a los principios. Si nos estaban requiriendo y si nos estaban convocando porque la ley del servicio militar lo decía, había que cumplir. Entonces, bueno, le dije que me iba a presentar con todo el temor que me generaba, pero con toda esa sensación rara que se mezclaba la euforia de decir voy a participar de esto. Digo la euforia porque me acuerdo llegar al regimiento y ver mucha gente en las inmediaciones, inclusive vecinos, porque había comercios ahí cerca sobre la Avenida Crovara… Y la gente nos aplaudía, nos aplaudía y nos alentaba. Nos decían que nos iban a apoyar. Se vivía una sensación de temor, pero por otro lado digo había una energía… La gente nos apoyaba, sentías como que ibas a jugar un partido de primera ¿viste? Ibas a estar en primera. Entonces se confundía toda esa situación, pero estuvo buenísimo porque cuando me presento al mediodía, que me lleva mi viejo, en la camioneta me lleva. Cuando llego al regimiento, en la puerta del regimiento estaba todo el resto de mi compañía que había salido de baja. Estaban todos.
Yo pertenecía a la compañía comando del Regimiento 3 y la compañía del Regimiento 3, bueno, la compañía comando no llevó ningún soldado 63, porque nos presentamos todos los 62. O sea, no había esto en otras compañías, no pasó, por ejemplo, la servicio llevó muchos soldados 63 porque no se presentaban los que se habían ido de baja. Fue justo en ese momento. Y estaban todos mis compañeros, entonces era más… No sé cómo decirlo. Estábamos todos.
Lo primero que veo cuando íbamos en el avión es… El piloto dice que ya estábamos llegando a Malvinas. Entonces yo me acerco, porque estaba cerca de la ventanilla y a lo primero que veo, le saco una foto que acá salió blanco. No sé si será por el reflejo del sol, pero yo me acuerdo que era el azul del mar y un marrón clarito. Era lo que se veía por el reflejo del sol. Y empiezo a sacar fotos. Recuerdo que el piloto dijo que teníamos que dar varias vueltas alrededor de la isla para perder altura. Eso no me lo olvido más, porque él explicaba, cómo iban con mucho peso tenía que dar varias vueltas y perder altura de a poco. Entonces, en esas vueltas que daba yo le saqué algunas fotos desde el avión a las islas.
Nos escapamos. Hay una foto… Porque la cámara la compro en esa galería. Estaba esa galería, atrás había una cafetería y frente a esa cafetería había un kiosquito.
Eso es en Río Gallegos, horas antes de subir al avión para ir a Malvinas. Yo me había escapado del lugar donde estábamos durmiendo. Me fui a tomar un café doble con medialunas y mientras estaba sentado ahí, había un kiosco que vendía varias cosas, y en un estante, el kiosco tenía una cámara Kodak de esas que llevan el cubito arriba. A plata de ahora eran quinientos pesos, ponele, entonces me acuerdo de decirle al compañero que estaba conmigo que me diera doscientos cincuenta pesos para comprarla. Estaba con Miguel Rombolá y con Leandro López.
Con Rombolá entre los dos compramos la cámara que venía con un rollo de veinticuatro fotos. Por eso sacó las primeras fotos arriba del avión y después, bueno, donde hice el pozo. Más tarde recibí, en la única encomienda que me llegó, dos rollos más que me mandaban de acá. Y yo estas fotos las puedo tener en mi poder, las pude recuperar, porque se las di a un señor que no me acuerdo el nombre… Nosotros le decíamos Fogonazo porque era el fotógrafo oficial del Regimiento, un tano que vivía en Laferrere y que falleció hace unos años. Yo le di el rollo a él antes de que empezaran los combates. Ya había sacado todas las fotos y le puse una esquela con el nombre y mi dirección, para que se las mandara a mis familiares, cosa que él no hizo. Me las dio después cuando volvimos.
Cuando volvimos al Regimiento, él me busca, me busca y me dice “tomá, Liébana. Esto es tuyo.” ¡Las fotos! Y yo le pregunté por qué no las había mandado. ¿Por qué no se las diste a mi viejo? El tipo me mira con una cara muy compungida. No me la olvido más. Una mezcla de culpa y remordimiento… Me dice: “Mirá, Alejandro, del lugar donde estaban ustedes no volvía nadie y yo no quería tener esa carga.”
Nuestra posición la hicimos a unos setecientos, ochocientos metros, más o menos, de la playa. Cuando empezó el bombardeo, dije, chau… Vienen por ahí.
La posición estaba en las inmediaciones de Puerto Argentino. A unos quinientos, seiscientos metros de donde terminaba el pueblo, hacia la playa, en el medio estábamos nosotros. Para el lado izquierdo, para el lado de Sapper Hill es donde estaban, por ejemplo, las baterías antiaéreas. Esas armas estaban de aquel lado. Nosotros éramos parte del dispositivo que protegía los alrededores del pueblo. La zona más cercana para tomar Puerto Argentino implicaba desembarcar ahí. No lo hicieron así, obviamente.
Nosotros estábamos en esa posición. Estuvimos veintidós o veintitrés días más o menos, no recuerdo exacto. Sí que fueron más de veinte días en esa posición. Ya había empezado el conflicto. Nosotros llegamos ahí el 13 de abril. La compañía de servicios tenía todos soldados clase 63 y específicamente en la parte del rancho, lo que era la logística del regimiento, tenía soldados nuevos. Así que el subteniente que manejaba ese grupo le pide al jefe de regimiento que le diera soldados viejos, algún soldado conductor, para hacer guardia en lo que era toda la parte del rancho y para poder transportar munición, ir a buscar agua, esas cosas. El jefe de regimiento le da su vehículo, porque la compañía de servicios no tenía vehículos allá en Malvinas. Le da su propio jeep, un Mercedes Benz. Y a mí y a cinco soldados más, que eran los que estaban en el detall, en lo que era la Oficina del Regimiento, nos mandan a hacer guardias. Así se forma un pelotón de seguridad a cargo de un cabo primero. Entonces, nosotros terminamos haciéndole guardia a la compañía de servicios. Lo único que teníamos que hacer era estar parados, cuidando el galpón, o cuando había que ir a buscar municiones o agua o algún alimento, iba yo en el jeep. Pero, claro, en el transcurso de la guerra me llamaban para todo. Por ejemplo, no había un vehículo de enfermería, no había una ambulancia y la única ambulancia que tenía la infantería era una F-100, tracción trasera, que no entraba en ningún lado. Entonces, ese jeep también pasó a ser el transporte de heridos. Yo fui a buscar… Fui a buscar un soldado de la compañía B que pisó una mina. Dame un segundo, por favor.
Se llamaba Soria. Esa fue una de las cosas que más me impactó. Mirá lo curioso de la historia… Soria era un soldado que durante el servicio militar en el 81, estaba en la parte de la cafetería de la plana mayor, donde el jefe del regimiento tenía un par de soldados trabajando. Él era mozo. Siempre estaba de chaqueta blanca, pantalón negro y moñito. Un pibe de rulitos y lentes, alto. Entonces cuando en el 81 yo tenía que llevar algún papel, como asistente del jefe de compañía, cuando iba a llevar algún papel a la oficina del jefe de regimiento, había un pasillo largo y en un costado, una puerta, que era donde estaba la cocinita, y Soria que me conocía de ir, que sabía que yo era de la compañía de comando, me preparaba un café y me lo tomaba a escondidas. Me hacía un gesto, vení, tomate un cafecito. Un café con la taza del jefe del Regimiento 3. ¿Por qué te cuento esto? Eso fue en el 81. En el año 82, este soldado Soria, que era apuntador de FAP allá en Malvinas, se mete en una casa abandonada, buscando, supuestamente, algo de comida. Y esa casa estaba preparada, estaba minada. Explotó, voló todo en pedazos, se prendió fuego. Y justo a mí me toca ir con el jeep a buscar los restos de este soldado. Los metí en una palangana de zinc, de esas de lavar la ropa. Una palangana grande de zinc galvanizada. Ahí metí los restos y lo llevé hacia el pueblo al jefe de regimiento. El jefe de regimiento, en el fondo de la casa que ocupaban, había preparado un lugar y ahí se le hizo una sepultura. En el centro de Matanza nosotros tenemos una foto de él, vestido de mozo, de cafetero… Perdón. Hasta acá puedo contar. Lo fui procesando. Pero, bueno… Sí. Es duro.
Como decía, estaba este galpón y el que estaba enfrente, que había quedado algo más abandonado. Ahí era donde la sección Comunicaciones del Regimiento 3 tenía su asiento. Yo pertenecía a la compañía Comando, como te dije. La Comando funciona como una compañía de apoyo a todas las otras compañías. Nosotros teníamos sección mortero, sección antitanque, sección exploración, sección comunicación. La sección Comunicaciones estaba ahí. Y una de las tareas nuestras era ir a hacer guardia a ese lugar. Lo curioso de esto es que nosotros estuvimos alrededor de una semana aproximadamente haciendo guardia ahí y después dan la orden, no sé por qué razón, de que la sección Comunicaciones se tenía que trasladar. Ahí vuelvo a la tarea en que estaba, manejando el jeep, y al otro día esa zona es toda bombardeada y la hacen pomada, o sea que evidentemente había información. Esto lo digo yo, por lo que uno analiza, no sé exactamente, habría que hablarlo con alguien de Comunicaciones. No sé si ellos tenían la certeza de que corrían peligro en esa zona. La cuestión es que voló todo.
Hay una foto en la que estamos con Alejandro Rodríguez, el de la izquierda, con quien estuve los veinte días en el pozo. López, Leandro, de acá de Mataderos, y yo. Acá se ven las tres caramañolas porque teníamos autorización, en un determinado horario, de poder entrar al pueblo para ir a buscar agua potable. No había agua. Por eso te remarco las caramañolas porque tuvimos permiso para ir y yo me llevé la cámara y evidentemente, no sé si en esta es Miguel que nos saca la foto, o le pedimos a alguien que nos sacara la foto. Eso no lo recuerdo porque están las caramañolas nuestras nada más, ¿viste? De los tres. Quizás yo le pedí a alguien que nos sacara la foto.
Un día estábamos en las afueras del pueblo haciendo guardia. Había un depósito donde se preparaba la comida. Nosotros lo único que teníamos que hacer era guardia en ese lugar. Horas que uno estaba así parado. Con un compañero que se llama Geler estábamos haciendo guardia ahí y Geler hablaba muy bien inglés, un chico muy estudioso, que hoy en día es médico otorrino. Y en el fondo había una casa y había, en esa casa, un chico que salía siempre y nos miraba, nos saludaba. Entonces yo le digo a Geler, ya que él hablaba bien inglés, le digo “¿por qué no lo llamas y le decís si nos puede dar un poco de agua caliente?” Hacía muchos días que no nos higienizábamos, y eso te digo que era algo muy incómodo. Te acostumbrabas pero, más allá de que hacía mucho frío y todo, no nos higienizábamos, y era un problema.
Entonces le digo a este muchacho, lo llama, y le dice si le podía dar agua caliente y me acuerdo también que nos habían quedado algunos pesos… A nosotros nos habían prohibido tener contacto con los civiles. No solo eso. No podíamos ingresar al pueblo porque se había hecho alrededor un cordón con soldados de la policía militar. La PM tomaba soldados de cada compañía y los ponía de guardia para que nos reconocieran.
Al chico este le dimos algo de plata para que nos comprara y me acuerdo que trajo una bolsa con un montón de cosas que después nosotros nos dimos cuenta. Muchas de esas cosas eran de él. Era un chico muy alto, grandote, tenía catorce años en ese momento, catorce años. O sea, era seis años menor que yo, que cumplí los veinte allá en Malvinas. El pibe este era de ojos claros, piel blanca, gordito, todo pecoso, pelirrojo, andaba siempre con ropa de trabajo, con un overol. Nos dio esas cosas y después yo le decía a Geler lo del agua ¿viste? Le digo: “pedile el agua.” Entonces me contaba este pibe que el kelper nos prestaba el baño, nos ofrecía que fuéramos a la casa a bañarnos, y yo pensaba “ni loco vamos a entrar a la casa de un kelper.” Primero porque si nos agarraban, nos comíamos una cana hasta el final de la guerra. Y segundo porque, en ese momento, todavía se decía que podía haber soldados ingleses en el pueblo. Se decía que habían comandos escondidos. Nos habían hecho ese bocho los milicos. Y lo hablábamos: “mirá si nos toman prisioneros, nos agarran.” Estuvimos uno o dos días deliberando y el pibe que no, que no, que no. Bueno tanto insistió y este Geler me decía: “vamos, ¿qué va a pasar?” Al final aceptó. Yo tenía una ametralladora PAM y él tenía una nueve milímetros, una pistola. Entonces como yo no le tenía mucha confianza a Geler, o sea, me sentía más seguro yo… Le digo: “dame la 9 y yo saco el seguro y entramos.” Y agrego: “Si vemos algo raro, vos tirate al piso que yo empiezo a disparar para todos lados.” Lo habíamos estado carburando, carburando, carburando. Nos habíamos hecho el bocho. Bien. Llega el momento. Vamos escondidos, nos metemos por atrás de la casa, entramos al baño y el baño era enorme, un baño muy grande me acuerdo, todo de madera. Tenía una ventana grande y había una bañera llena de agua. Siempre recuerdo que eran tres o cuatro baldes ¿no? O dos baldes, pero yo me acuerdo de ver un montón de baldes. ¿Viste que uno cuando va contando la historia después de un tiempo empieza a mezclar la impresión que tuvo con lo que realmente era? Por eso siempre trato de ser lo más puntual posible y no agregarle nada, pero mi visión era que había muchos baldes. Muchos baldes de agua caliente. Salía vapor.
Enseguida le digo a Geler: “bueno, bañate vos.” Me acuerdo que le dije eso y me paré atrás de la puerta con la nueve, mirando la ventana. Ese era mi miedo, ¿viste? Bueno él se bañó. Cuando me toca a mí, ni loco le iba a dar la pistola él, entonces yo me meto en la bañera con la pistola en la mano, colgando afuera. Él me tiraba agua y yo me bañaba. Él me tiraba y yo con la pistola en la mano porque no se la quería dar ¿viste? Bueno, salimos… Una locura porque aparte hubiese pasado cualquier situación, yo no estaba muy bien, podría haber sido una desgracia. Podría haber matado a alguien y esa gente nos abrió la puerta de la casa, así, literalmente. Así que salimos del baño y el chico colorado este vivía con el papá al que le faltaba una pierna. Estaba con muletas porque le faltaba una pierna. Nos cuenta que trabajando en la factoría había perdido la pierna en un accidente. Mamá no tenía, no vivía, no entendí. Y vivían con la abuela, una señora muy mayor, seguramente ya debe haber fallecido, porque ya era una señora grande en ese momento y, me acuerdo, lo que me decía Geler, porque yo inglés cero, la mujer decía que le daba pena como estábamos nosotros, que éramos chicos y que nos veía mal y que le daba pena como estábamos ¿no? Entonces, nos preparó en una mesa una taza así grandota de té, había como facturas, unas cosas redondas con azúcar impalpable. Y nosotros teníamos miedo de comer porque pensábamos “¿y si esto está envenenado?”
Bueno, lo comimos igual. El hombre nos miraba distante. Eso me acuerdo. Estaba muy serio, distante. Ante esa situación, me acuerdo de haber sacado… Yo tenía una bolsita, en una bolsita tenía la foto de mi familia y las cartas que había recibido. Entonces las saqué y les decía my mother, my brother, ¿viste? Con mi inglés básico. Ahí se generó algo más relajado porque nosotros nos relajamos. Y en un momento teníamos que irnos y nos fuimos. Salimos a la calle, al frío, y yo lo miro a Geler y lo veía limpio, y yo también estaba limpio. La cara blanca. Entonces pienso “bueno, vamos a ensuciarnos un poco la cara, el cuello” Estábamos demasiado limpios, nos pusimos la misma ropa, imaginate el hedor que tenía esa ropa, porque siempre estuvimos con esa misma chaquetilla. La que se ve en las fotos. Claro desde que llegamos a Malvinas hasta que nos tomaron prisioneros.
Yo tuve la triste decisión de lavar mis calzoncillos largos. Nunca se secaron. O sea que me morí de frío porque no, no se podía lavar la ropa. Fueron muy pocos días de sol. Creo que de esos sesenta y cuatro días, dos o tres días debe haber aparecido el sol, después estaba siempre lloviendo o lloviznando.
Con respecto a las cartas, una vez me puse una tira de sargento, de cabo primero y me metí al pueblo. La tengo la tira, la tengo guardada. Tomé prestada una tira, sí. Todavía no llegué a devolverla. Así que me puse esa tira y me metí al pueblo y me fui al correo. Quería mandar una carta. Estaba medio con cuiqui, ¿no? Tenía miedo que alguien me reconociera. Aparte, yo saludaba como soldado. Me ponía todo duro, la espalda recta. Y por ahí, claro, era medio llamativo eso en un cabo… Entonces tenía que hacer un acting, y me fui al correo y había un montón de suboficiales y oficiales. Me pongo a la cola para poder mandar un telegrama a mi casa y el sargento primero que estaba tomando los telegramas, mira así, por arriba, y me dice: “cabo primero, venga para acá.” Y yo dudé… Claro, me estaba llamando a mí, me agarró un julepe, por no decir otra cosa, y me acuerdo que fui corriendo. Cuando reaccioné, arranqué y este sargento me dice: “tranquilo, tranquilo, venga a darme una mano que hay mucha gente para pasar telegramas.” Entonces me hizo cruzar del otro lado del mostrador y estuve pasando telegramas. Mandé a todas las direcciones que me acordaba. A mi familia, a los amigos, a compañeros. Y a donde pude rajar, rajé. Si me agarraban iba estaqueado, al calabozo. Si estaba en el pueblo me podían llegar a meter en algún calabozo, pero si me agarraba el jefe de grupo, y nosotros estábamos afuera del pueblo, el castigo era estaquearte. No podían entrar los soldados y lo que te decía de los PM: ponían a soldados por esta razón, a soldados de cada compañía que nos identificaban.
Acá en esta foto está Miguel Rombolá, con el que compré la cámara. Es el que está con esta pala en la mano. Alejandro Rodríguez, con quien compartía yo mi pozo, el suboficial mayor este creo que era Suárez, no me puedo acordar el apellido porque muchos cuadros en el 82, cuando yo me incorporo de nuevo al Regimiento, habían cambiado. Había venido gente de afuera, entonces no lo conocía a este suboficial, al jefe de compañía sí. Y bueno, este soy yo.
Mirá, el jefe de compañía, que era un jefe de compañía nuevo, capitán Carrizo, bueno, algunos compañeros hablaban bien de él, yo no puedo decir nada, porque, en realidad, en la posición que estábamos nosotros no teníamos contacto… Nosotros fuimos a hacer el pozo ahí. ¿Por qué? Porque el jefe de regimiento decía, en ese momento, te estoy hablando de los primeros días de abril, a partir del 13 de abril, o sea mediados de abril, se decía que el jefe de regimiento iba a tener su posición ahí, por eso nosotros estábamos haciendo guardia. Decían que iban a enterrar un container. Eso se dijo, pero no pasó nunca porque el jefe, un teniente coronel, no me puedo acordar el apellido ahora, vivió siempre en el pueblo. Siempre en el pueblo. Es más tenía un soldado de la compañía de servicios, que era panadero y que le preparaba el pan. Entonces nosotros quedamos solos. Y la relación con ese suboficial que nos tocó fue muy pobre.
Esta otra foto que tengo es en Ezeiza, al lado del centro atómico. Acá es donde nosotros cumplíamos la instrucción. Esto está bueno porque yo he mostrado esta foto y muchos me han dicho: ¿era el 25 de mayo? No, no, estos son los primeros días de abril del 81. Se usaba mucho esto de que los familiares fueran a vernos. Y esta bandera la trae mi viejo. Qué linda la bandera ¿no? Vino a verme y me trajo la bandera y posamos con todo el grupo de mi sección. Llevó la bandera para sacarnos una foto porque estábamos en el servicio militar. O sea era un orgullo, éramos soldados de la patria.
Esta foto es rarísima. Si vos te fijás, estoy con una PAM, con una ametralladora. Durante el servicio militar, nosotros estábamos haciendo la instrucción y se hacían competencias entre compañías y dentro de la misma compañía. Se armaban circuitos, teníamos que correr quince kilómetros con una mochila con piedras, teníamos que pasar por un lugar donde estaba lleno de barro, había que pasar por debajo de un alambrado. Después teníamos que caminar por arriba de unos palos que estaban todos embarrados, colgarte de una soga, era todo un circuito de entrenamiento, donde cada compañía tenía un puntaje. Yo, ese día, hice de mi compañía el mejor puntaje y el mejor puntaje en tiro, de diez disparos hice siete ¡Viva la patria! Nunca había agarrado un arma, pero se ve que el FAL que me tocó a mí, porque era con FAL que disparábamos, estaba muy bien calibrado y pude hacer blancos perfectos. Me acuerdo que el oficial que estaba, decía: “grite soldado, ¡viva la patria!” y me pateaba. ¿Viste? Me pegaba patadas en el piso para que gritara fuerte porque había hecho centro. Yo me reía. Y sí, gritaba. Bueno, como hice el mejor puntaje y aparte, porque yo entrenaba, me gustaba hacer actividad física, físicamente estaba bien, me dan un sábado y domingo de franco durante la instrucción. La instrucción duraba cincuenta días.
Me dan el sábado y domingo de franco para irme a mi casa. El jefe de compañía le dice al encargado de la compañía que se venía de Ezeiza a Tablada a buscar algo para el Regimiento, y dice, “ya que está llévelo a Liébana que creo que vive por ahí cerca, en Villa Madero, ¿no? Bueno déjelo ahí en General Paz que se vaya a su casa y el lunes a la madrugada lo espera en el mismo lugar para volver al vivac.” Entonces voy y me subo. Y me lleva hasta General Paz y Piedrabuena, que queda cerca de Riccheri, a un par de cuadras. El suboficial este me dice que me espera ahí a las cuatro de la madrugada del lunes. Entonces yo me bajé y me fui a mi casa, pero me bajé como estaba, con el armamento, y dos cargadores con la ametralladora, y me fui caminando cuatro cuadras hasta mi casa. Mi viejo no entendía nada. Aparecí con eso, todo equipado, y estuve todo ese fin de semana con la ametralladora. Fui a visitar unos amigos, andaba con la ametralladora y esa foto me la saqué en el patio de mi casa. No sé si se habrán dado cuenta que me fui con la ametralladora. Como la ametralladora te la daban a cargo, vos la tenías que cuidar más que tu vida, entonces yo me la quedé y me fui, así que por eso andaba en el barrio con la ametralladora.
Cuando voy a Malvinas, yo tenía diecinueve años y el 3 de junio que es el día de mi cumpleaños, una de las funciones que nosotros teníamos era hacer guardia, cuidar unos misiles Robert, eran unos misiles cortitos que eran filoguiados, o sea, con cable. Entonces nos íbamos rotando para cuidar el cableado, que nadie lo cortara por accidente, que se mantenga bien. Y justo me toca esa noche hacer guardia a mí. Madrugada 3 de junio. Era horrible esa situación. Hacer guardia ahí porque estábamos dos soldados solos, al lado de esos misiles. No había nada, nadie y la noche en Malvinas es muy cerrada, mucha neblina. Entonces la noche era interminable. Y la cabeza te trabajaba mucho.
Al otro día a la mañana nos vienen a relevar y el subteniente al que estábamos a cargo nosotros, Dardo Forti, nos viene a buscar y él se entera que era mi cumpleaños. Y tuvo un gesto que, la verdad, es inolvidable para mí. Él fue, chamuyó ahí en el pueblo, no sé con quién, como era oficial podía entrar, consiguió chocolate y me hizo a mí y a mi compañero una taza de chocolate caliente porque era mi cumpleaños. Siempre lo recuerdo. Es un recuerdo imborrable. Ese gesto fue más que valioso para mí. Por eso seguimos siendo amigos hasta el día de hoy. Él ya se retiró como teniente coronel, pero hablamos y nos visitamos cada tanto porque hay un afecto muy grande. Así conmigo como con todo el grupo. Éramos treinta y pico los que estábamos afectados a él y la verdad que todos lo queremos mucho. Era un compañero más. Tenía su cargo y adelante de otro era el subteniente. Pero con nosotros era Dardo, era un compañero. Por eso lo recuerdo siempre.
Con el correr de los años, me fui dando cuenta que atravesamos distintos estadíos. El primero era temblar mucho. Yo recuerdo ahora que vos me hacés la pregunta por los bombardeos, lo primero que se me viene a la cabeza fue el ataque al aeropuerto. La primera vez que siento un bombardeo… Porque uno en las maniobras sentía explosiones, habíamos disparado con cañones cuando estábamos en instrucción, pero eran maniobras. Esto era otra cosa. Eran bombas de verdad. Nos tiraban a nosotros.
Entonces, me acuerdo que temblaba mucho. Me acuerdo con mi compañero que teníamos una petaca de whisky. Y la tomamos en dos tragos. Yo no, yo no tomo nada de alcohol, yo tomo un poquito de alcohol y me marea. Pero era tanto el miedo y la adrenalina que teníamos que no nos hizo nada. Estábamos más despiertos, más atentos… Y después, a medida que fueron pasando los días, daba la sensación, aunque parezca raro lo que voy a decir, como que uno se iba adaptando. No sé si era porque ya estaba entregado, y pensaba que si te caía arriba ni te ibas a enterar. O sea, recuerdo que pensábamos: “que me caiga bien arriba, no que me caiga cerca.” Porque el miedo era a quedar herido, a sufrir, entonces, si me tiene que pasar que me pase ahora y chau.
Cuando tiraban de los de los buques se sentía la explosión del disparo, ¿no? Era un sonido muy grave, tipo ¡boom! ¿viste? Había unos segundos en silencio y sentías ¡schuck! que era la munición que pasaba y explotaba y, de acuerdo al chiflido, te dabas cuenta si era cerca o era lejos. De acuerdo a cómo silbaba, estaba cayendo más cerca o más lejos. Después uno se fue acostumbrando, al principio nos metíamos en el pozo pero después, ya en los últimos días, no me metía adentro del pozo. Me quedaba arriba del jeep, escuchando en la radio las alertas que había y nada más, ¿no? Tampoco había mucho tiempo para pensar. Por eso digo que fuimos pasando distintas etapas. Nos fuimos acostumbrando. No sé si al miedo o aceptarlo, quizás sea eso, empezamos a aceptar lo que podía llegar a pasar.
Con el jeep teníamos que ir para allá, hacia el lado de Sapper Hill. Cerca de Sapper Hill estaba la sección exploraciones que pertenecía al Regimiento 3. En esa ocasión íbamos con el aguatero, llevábamos agua.
El agua se la cargaba en la parte de atrás del correo. Había una manga y ahí cargábamos. Entonces salimos con un cabo primero hacia Sapper Hill y había un camión que era de la Municipalidad de Malvinas que lo iba manejando un soldado, no sé a dónde pertenecía, no era de nuestro regimiento. Los vehículos tenían volante a la derecha. Entonces uno tenía que estar canchero para manejarlo, ¿no? Por las dimensiones. La cuestión es que ese camión se les va hacia un zanjón, se queda clavado y queda cruzado, entonces nosotros no podíamos pasar. Llegamos y yo no me bajo. Se baja el suboficial a ver qué era lo que pasaba. Vuelve y me dice que teníamos que esperar, que iba a venir un tractor para enganchar ese vehículo, sacarlo, y recién ahí nosotros podíamos pasar. Entonces nos quedamos sentados arriba del jeep, con el aguatero enganchado atrás. Habrán pasado cuarenta minutos, una hora, más o menos, y empieza a sonar una alarma y se empiezan a escuchar tiros. Nosotros no entendíamos de dónde venía, era de día, había claridad y es terrible cuando escuchás los tiros y no ves. En eso yo abro la puerta del jeep y veo que de frente, no te puedo precisar, pero serían no más de mil metros, se venía una nave, que después vemos que era un Sea Harrier, que venía a vuelo rasante metiéndose por atrás del monte, porque a la salida de ese monte estaba el pueblo abajo. Después nos enteramos que querían neutralizar un radar de una antiaérea y este Sea Harrier se mete y a medida que iba avanzando, ametrallaba todo, y en esa avanzada, en ese camino, estábamos nosotros. Entonces salimos.
Estábamos en la misma línea. Quizás no nos tiró a nosotros. A la velocidad que viene el tipo… Entonces, el suboficial que estaba conmigo me grita, no sé qué gritó, la cuestión es que yo salí. Me tiré cuerpo a tierra en el zanjón. No había agua, estaba seco y le disparo yo con la ametralladora al avión, acostado, boca arriba, como si fuese a pegar con la PAM ¿no? Pero tiro porque estaba envuelto en esa sensación de nervios ¿viste? Había que reaccionar. Entonces tiré y el Sea Harrier pasó. Yo me quedé temblando, ahí en el pozo. Se sentían disparos todavía, ¡papapa! ¡papapa! Y cuando me levanto, el jeep tenía un agujero en el guardabarros. La munición pasó y se enterró. Fui y la desenterré. Era una munición larga, no sé, tenía unos treinta centímetros, era de color azul con unas líneas amarillas. Me la quería traer. Pero el subteniente me dice “¿vos estás loco?” Tenía explosivos, yo no lo sabía, lo que pasa es que no explotó porque se ve que venía a vuelo muy bajo, la distancia era corta, entonces traspasó la chapa y no explotó. Cuando volví a mi posición, me saqué una foto con el jeep, con el agujero. Pero esos dos rollos, cuando subí al Canberra, los ingleses me la sacaron. Así que esas fotos las perdí.
También fue fuerte el momento en que nos toman prisioneros. Le estábamos haciendo la guardia al rancho, cuidando la cocina, y llega la orden de cese el fuego. Nos teníamos que quedar en el lugar donde estábamos. Aparece un grupo de soldados ingleses y a empujones nos tiran al piso. El FAL te lo ponían en la espalda ¿viste? Para que nos quedáramos quietos. Y nos quedamos muy quietos. En una de esas se siente una explosión y se generó una situación confusa. Las ollas que usábamos eran ollas a presión. Una había quedado con fuego y el pico que tenía de arriba terminó explotando. Estaban nerviosos los ingleses. Muy nerviosos. Y entonces yo pensé: “a ver si estos boludos nos terminan fusilando por una olla.”
Al jefe de grupo nuestro le avisan que había llegado la orden de cese el fuego. No de rendición. Me acuerdo de eso, que lo primero que dijo era cese el fuego y que teníamos que quedarnos en esa posición. Eso fue al medio día pero eran como las dos de la tarde y todavía se escuchaban algunos disparos. No sé si tenía que ver con que no les había llegado la orden o qué o si eran los británicos, pero se escuchaban tiros durante el día. Uno pierde mucho la noción de los horarios, ¿viste? Pero yo sé que había llegado la orden y horas después se seguían escuchando disparos en algunos lugares.
A las diez de la mañana fue la orden de cese al fuego. Pero nosotros nos llega cerca del mediodía. Cuando nos toman prisioneros, nos llevan caminando hacia el centro del pueblo. De ahí al grupo mío nos meten en un container que estaba en la calle. Nos quedamos ahí un par de horas, en ese container, y después de ahí nos sacan y nos llevan hacia el aeropuerto. Ya era de noche, pero yo digo noche porque en Malvinas cinco, seis de la tarde ya oscurecía, capaz que eran las siete de la tarde, capaz que eran las diez de la noche, no sé, pero sí sé que estaba oscuro. Íbamos caminando y cada tanto había un puesto de control ¿viste? Controles que hacían los ingleses, que al azar te paraban y te revisaban, o sea, ellos iban mirando y si alguien no les gustaba mucho… De eso me acuerdo, porque me acuerdo de ir caminando y ver el grupo, así, con las manos en el bolsillo, agachar la cabeza, como diciendo bueno… paso. Yo pensaba en lo que decía mi vieja. Ella me escribía: tratá de volver bien. Entonces, ya en ese momento dije: “no, no, me porto bien y no hago nada.” Nos llevaron al aeropuerto, ahí dormimos en el suelo. Algunos desarmamos parte de lo que era la pista de aterrizaje. Había una parte que eran todas placas. Después me enteré que era para extender la pista. Y sacamos esas partes que eran muy pesadas, unas planchas muy pesadas, y las empezamos a poner cruzadas para hacer una especie de covacha y poder dormir ahí. Ya hacía mucho frío.
Puerto Argentino era todo un desastre de mugre tirada, ropa, pilas de basura, cascos, armas. A medida que los soldados iban entrando en el pueblo, se armaban montañas de equipo y se iba tirando todo ahí. Los bolsones portaequipo, descartabas todo. Era mucha mugre. Lo vi mucho más cuando volví del aeropuerto a Puerto Argentino para ser embarcado. Una casa se prendió fuego, me acuerdo. Mientras estábamos en la calle, esperando subir a una barcaza, había una casa, un depósito, que nos enteramos que era de aeronáutica y estaba lleno de comida. Y ahí nos metimos. Yo me acuerdo de haberme comido un par de latas de durazno y dos o tres chocolates. Mezclaba todo ahí. Y estaba muy oscuro. Pero encontramos velas y algunos prendieron velas. Y entonces, no sé si fue por las velas o si alguien intencionalmente lo prendió fuego, la cuestión es que se prendió fuego mientras estábamos esperando ahí. Y se hizo un revuelo bárbaro. Vinieron los bomberos, estaban los ingleses, la policía militar argentina. Era todo de madera, había cosas inflamables. Me acuerdo de ver las llamas y pensar: “qué desastre.”
Y había muchísima comida. A nosotros nos sorprendió mucho eso. Digo ¿cómo era que había esto? A ver también entiendo que yo digo mucha comida y era un lugar de ocho por ocho, lleno de comida pero eso no alcanzaba ni para medio día de los siete mil efectivos que estábamos alrededor de Puerto Argentino. ¿Viste? O sea, era mucho, pero estoy seguro que no alcanzaba para todos.
Al Canberra subí de noche. Embarcabas en una barcaza que te llevaba. Yo nunca había visto un trasatlántico de lujo así de cerca. A mí lo que me llamaba la atención era… Me daba la sensación de que el barco estaba clavado ahí. Se movía todo menos el barco. Era tan grande… Era una cosa fija y vos veías que la barcaza nuestra con las olas se movía. Y fue feo, fue feo. Te tenías que subir a un techo, la parte de arriba donde iba el capitán de la barcaza chiquita. Había que subirse al techo y de ahí con una soga teníamos que tirarnos y embocarle a una puerta chiquitita, de esas puertas ¿viste? como de camarote que a su vez era la cocina del buque.
Y yo enseguida pensé: “Si uno se cae acá el agua ¿quién te saca? ¿Quién se tira para sacarte?” Me pasaron la soga. Y nos colgamos ahí, agarrados a esa soga y del otro lado había un par de soldados ingleses que te manoteaban cuando vos te balanceabas para meterte adentro. Así entramos a lo que era la cocina. Yo nunca había visto lo que era la cocina del barco. Entramos todos por ahí y de ahí a mí, a todo mi grupo, nos llevaron a lo que era la popa del buque. Había un salón, como una pista bailable, todo alfombrado de rojo, me acuerdo. Había unas luces, había un piano, toda una barra y ahí nos sentamos. Así volví prisionero. Entrando con una soga por la cocina de un barco de lujo. Estuvimos un día y medio más o menos, no recuerdo bien el tiempo, pero sé que pasamos más de un día ahí. Comimos, nos levantaban, nos hacían ir al comedor, nos daban una bandeja con un poquito de arroz, una taza de café con leche, un pedacito de pollo creo que era, como una especie de medallón y dos cigarrillos.
Cuando bajamos del buque, bajamos en Puerto Madryn. Nos llevaron rápidamente a un galpón donde tomaban lista. Estábamos todos mezclados. Entonces lo que había hecho el Ejército era armar unas mesas con unos carteles que decían Regimiento 3, Regimiento 6, y vos tenías que ir a donde te correspondía y decir tu rango y tu compañía. En todo ese interín, hay un compañero, Alejandro Ferreira se llama, que vivía cerca de mi casa en Villa Celina. Él tenía teléfono en la casa. Y entonces él se escapa de esa fila, se va a un teléfono público, llama a la casa y cuenta que estábamos volviendo y le dice a alguien: “avísale a los Liébana, a la familia Liébana, que Liébana también vuelve.” Entonces esta gente va y le avisa a mi viejo, pero no sabíamos a dónde volvíamos. Mi viejo en ese momento, después me lo cuenta, me dice “yo deduje que tenían que volver a la base aérea del Palomar.”
Entonces mi viejo se fue a la base del Palomar. Y nosotros viajamos a la base aérea del Palomar. Bajamos ahí y había micros, no eran colectivos, eran micros de una empresa que nos estaban esperando. Subimos a los micros, salimos de la base del Palomar y nos iban a llevar a la Escuela Sargento Cabral. En esa salida, en el primer micro iba el jefe de la compañía servicio que el año anterior había sido primer oficial de la compañía comando, y me conocía y lo conocía a mi viejo, por esto que yo te contaba de que a la instrucción mi viejo iba. Mi papá trabajaba en San Sebastián, un transporte de pollo, y andaba con la camioneta que decía San Sebastián en grande. Entonces todos reconocían la camioneta. Este oficial lo reconoce a mi viejo y le dice que… Buraschi se llamaba, Teniente Primero Buraschi. Le dice a mi viejo: “Liébana, quédese tranquilo que su hijo está vivo y bien, está en el micro de atrás.” Entonces mi papá se pone a un lado y mi mamá y mi hermano se ponen del otro de donde iban saliendo los micros. Había muy poca gente. Nadie se había dado cuenta de que podíamos volver ahí, entonces por eso había muy poca gente. Sale el micro. Mi viejo estaba de un lado, mi mamá del otro y yo, que estoy justo del lado de mi viejo, salgo por la ventanilla y lo agarro y mi viejo, no me olvido más, empezó a saltar… Pegaba unos saltos… Llegaba casi hasta el techo del micro. Pobre viejo, emocionado, ¿no? Entonces grita, porque el micro sale muy despacito, ¿viste? En la base del Palomar de enfrente estaba la Escuela de Ejército, había una rotonda, ahora no existe más, entonces iba haciendo esa salida despacito y mi viejo le grita a mi vieja. Mi vieja se cruza por atrás del micro y me agarra de la mano también, pero mi mamá era… Era tanto el deseo de verme, que me agarra de la mano, pero no me veía. Ella dice que no me veía porque, me acuerdo, que me decía ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? Y me tenía agarrado de la mano. Éramos varios los que sacabamos el cuerpo por la ventilla, pero ella me tenía agarrado de la mano, pero no, no me vio, yo creo que se le nubló la vista de la emoción o de la situación, ¿viste? Y mi viejo preocupado porque mi viejo dice si está bien, lo veo, pero tendrá las dos piernas, ¿viste? Era lo que después me dijo mi viejo. Una locura. Esa fue una situación re fuerte verlo a mi viejo, a mi mamá y a mi hermano, ahí ¿viste? Perdón, uno se emociona. Ese recuerdo no se me va a ir más.
De ahí nos llevaron a la Escuela Sargento Cabral, nos esperaron con una comida, con asado, me acuerdo que hicimos un quilombo terrible. El jefe de la escuela que era un… no sé si era coronel, creo que era un coronel, serio, así en la puerta, y nosotros tirándonos con los panes, nos parábamos, cantábamos, bailábamos. El tipo no decía nada, ¿viste? Era como que estaba todo permitido. Y nos fuimos a dormir. Una situación muy curiosa también que se dio fue que se acercaron muchos cadetes a la noche. Querían hablar con nosotros, preguntarnos qué era lo que habíamos vivido. Me acuerdo que uno me dice “qué cagada, che, ¿por qué no nos mandaron a nosotros? Tendrían que habernos mandado a todos los de la escuela, todos los cadetes que estábamos estudiando, no los tendrían que haber mandado a ustedes, tendríamos que haber ido nosotros, que éramos los cadetes.” Ellos querían ir. Pero no lo decían mal. Nos abrazaban, nos traían unos mates. De eso no me olvido más, fue una noche larga. Era de madrugada y seguíamos hablando. Al otro día, se hizo una formación, se nos explicó que íbamos a estar aproximadamente diez días para ponernos un poquito mejor, para levantar el peso, mejorarnos, bañarnos ¿viste?
Yo había perdido alrededor de ocho kilos, más o menos, y eso que tenía posibilidad, cómo giraba por todos lados con el jeep, podía conseguir algo más de comida. La pasé mucho mejor que otro que estaba adentro del pozo todo el día ¿no? Por eso, cuando salí del pozo, para mí era lo mejor que me podía haber pasado porque sabía que en el pozo la iba a pasar re mal. Si bien era más peligroso estar en el jeep, ¿no? Y bueno, la cuestión es que nos dieron unos papeles, unos folletitos que teníamos que completar con todos los datos nuestros: nombre y apellido, rol de combate, compañeros, y no recuerdo el texto, pero abajo decía que no estábamos autorizados a hablar sobre lo que había ocurrido. Me da la sensación de que era una declaración jurada, ese papel que vos firmabas, ¿viste? Yo no lo llené. No lo entregué. ¿Por qué? Porque al otro día se armó la hecatombe. Mis viejos empezaron a hablar con otros padres. Se corrió la bola de que estábamos en la Escuela Sargento Cabral. Entonces se empezó a juntar gente, gente, gente, gente, cada vez más gente. Mi vieja, que era de arrancar y no tenía ningún problema, en un momento, a la tarde, me contó que nos vio. Ellos estaban atrás del alambrado. Y se metió por el puesto de entrada y ahí había un cabo, creo, no sé, y le dijo: “No, señora, no puede pasar.” Y ella: “yo vengo a ver a mi hijo que fue a la guerra, ¿vos quién sos?” Y pasó y ahí ya querían entrar todos. Y entre los que entraron estaba la mamá de Julio Cao, Edelmira. Lo estaba buscando porque todavía no le habían notificado que el hijo había muerto en combate.
Entonces se armó tanto lío que resolvieron trasladarnos esa misma tarde al Regimiento, cada uno a su unidad, y ahí se hizo un pequeño acto. Hay filmaciones de la llegada de los soldados del Regimiento 3. Se hizo una pequeña formación. El capellán dio unas palabras y nos mandó a cada uno a su casa.
De ahí me voy a mi casa. El problema está cuando llego. Tenía a todos los vecinos esperándome en la puerta. Y me agarró una especie de fobia, no sé, y no, no quise entrar a mi casa. Le pedí a mi viejo que me lleve a la casa de un tío. Fue muy de golpe. Y yo lo sentía de esta forma. Me di cuenta que me había adaptado a esa situación límite donde vos vivías en el momento, y después volver a tu casa… Ya estabas en tu casa, en tu baño, tu habitación… Fue muy de golpe. Me costó mucho. Me acuerdo que los primeros días… Los primeros días tenía que dormir con mi mamá. Mi mamá me llevaba a la cama y me agarraba de la mano y me hacía dormir agarrado de la mano de ella, ¿viste? Y yo le decía “bueno, ya estoy acá.” Pero ella lo necesitaba. A mí me costaba dormir en la cama. Me despertaba y me iba al piso. No me puedo explicar por qué razón, pero me resultaba más cómodo tirarme una manta en el piso. Dormía más cómodo en el suelo que en mi cama. Me tuve que ir readaptando de nuevo. Volver a ver a mis amigos, venían de a grupitos, unos dos o tres, charlábamos, tomábamos mates, pero no podía ver a todos juntos. Fue muy de a poco. Lo mismo que volver a manejar. Mi viejo me enseñó a manejar a los once años. Yo a los quince años ya entraba el camión de mi abuelo. En Malvinas fui conductor. Cuando volví de Malvinas acá no podía manejar porque me aturdía. Mucho ruido, la gente, las bocinas, tardé en volver a agarrar el volante. Fue muy de a poco que me pude volver a insertar a la sociedad. Eso es lo que más recuerdo.
Cuando volví, era muy difícil encontrar trabajo. Empecé a trabajar en Ferrocarriles Argentinos por intermedio de un vecino, que me dio la mano para entrar, pero sin decir que era veterano de guerra porque eso me podía llegar a generar un problema. Después empecé a estudiar. Hice un profesorado de gimnasia. Me puse el gimnasio, empecé a dar clases, y evitaba decir que era veterano porque era algo que no condecía con mi situación de veterano de guerra… Tener cuarenta mujeres en una clase dándole gimnasia no era algo compatible con eso. Entonces encontré la mejor forma de dejarlo a un costado y no hablar de Malvinas. Pasaron muchos años. En el año 2003, 2004, cuando se empieza a armar la carpa y los reclamos, ahí empiezo a acercarme y a compartir con el ámbito de veteranos. Y entonces empiezo a hablar un poquito y me empiezo a soltar. Fue todo un proceso.
Los primeros meses –me arriesgo a decirte–, antes de fin de año, todavía en el 82, a principios del 83, hablar de Malvinas era terminar peleando, discutiendo con alguien. Había mucha gente –yo recuerdo esto–, escuchar gente grande que decía “y perdimos la guerra porque fuimos con pibes.” Eso lo escuché muchas veces. Me acuerdo en el ferrocarril estar trabajando, ya un par de meses después, y un ingeniero que manejaba la parte de sistemas, se había empezado a computarizar todo, estaban las perfoverificadoras que eran las primeras computadoras, y yo estaba en la parte administrativa. Este ingeniero se entera que había estado en Malvinas. Entonces me llama, me dice “Alejandro, ¿vos estuviste en Malvinas?” Y yo no entendía por dónde venía la cosa y le digo que sí, y me acuerdo que me dice “ah… te cagaste de frío, ¿no?” Se reía. Mirá, yo no me fui de vacaciones a Malvinas… Entonces no sabía si agarrar el escritorio y rompérselo en la cabeza… De esas situaciones me pasaron varias, donde tuve reacciones feas y llegué a violentarme. Pero estaba trabajando y pensé “este tipo no entiende nada de la vida, nada, es un gil.” Entonces ahí me empecé a dar cuenta que no podía hablar mucho de Malvinas porque del otro lado no había comprensión de lo que habíamos vivido. Hoy podemos charlar de Malvinas y hablar de un montón de cosas, pero en ese momento la gente no entendía. No sé si era por la desmalvinización, por la ignorancia, por ser muy exitistas, no sé.
El 2004 todo cambia porque empiezo a compartir con mis pares, me reencuentro con compañeros, me acuerdo que me encuentro con… Alejandro Pisera se llama. Era de la compañía C y era de mi barrio. Me acuerdo haberlo encontrado en el 2004 y me dice, “vamos a la esquina, vamos a desayunar, que te quiero pagar un café.” Y yo le digo que no hace falta. “No, vení que yo te quiero pagar un café.” Me insistía mucho que me quería pagar un café. Cuando nos sentamos, ¿sabés lo que me dice? Me dice: “yo te tengo que pagar el café porque me acuerdo que una vuelta allá en Malvinas, te encontré y vos te afanaste un par de manzanas y me las diste y yo no tenía nada para comer, entonces necesito pagarte el desayuno.”
Entonces, a partir de estos encuentros, empezabas a relacionar tu historia con la de otros y empezabas a entender mejor lo que te había pasado. Podías hablar con alguien y el otro te entendía porque había pasado por lo mismo. Fue como una terapia el encontrarnos. Por eso empecé a hablar de Malvinas y empecé a sentirme veterano de guerra. Ni bien volvimos de Malvinas yo seguía vestido de verde y eso me llevó a un montón de problemas. Había gente que me miraba raro, yo seguía… como que seguía en guerra, ¿viste? Entonces me di cuenta que… Yo sentía que iba por ese camino y me daba la sensación de que la sociedad, que la gente me iba pasando, ¿no? La gente iba para allá y yo cada vez me quedaba más acá. Por eso salí y dije “no quiero hablar más de Malvinas” y lo borré, y me puse a hacer el profesorado y me iba a dar clases de aerobox y de step y de localizada. Era otro mambo que no tenía nada que ver con lo mío y me hacía salir de eso. Eso me quedó marcado.
Ahora hablamos de esto y siempre salen cosas nuevas. Lo del desayuno de este pibe se me había ido de la cabeza. Ahora que nombraste eso, me acuerdo, porque a veces me pasa. Viste que hablamos, nos pasa a todos, a todos de que un tema nos va llevando a una cosa y recordamos algo que habíamos bloqueado, algo que habíamos borrado. Yo tengo cosas en Malvinas que no me acuerdo. Creo que encapsulé o cerré algunas puertas y por ahí una situación determinada hace que la abra y recuerdo una situación. Este año me encontré con ese cabo primero que era jefe, que fue jefe de grupo. Lo encontré en Entre Ríos. Yo iba para aquel lado, él vivía cerca, coordinamos y nos encontramos. Y concretamos para ir a comer y a charlar, y nos ponemos a hablar, algo que yo tampoco… Yo me había olvidado. Cuando nosotros levantamos a un soldado de la compañía B que había perdido una pierna. Gritaba mucho que le buscáramos la pierna… Fue toda una situación muy compleja, ¿no? Gritos, ruidos, bombardeos ¿viste? Entonces lo pusimos en una, no lo pusimos, ya estaba en una camilla. Lo había puesto el grupo. Nosotros llegamos con el vehículo y lo que hacemos es agarrar la camilla y cargarla. Este suboficial se sube al jeep, yo manejaba y él se quedó todo el tiempo sosteniendo la camilla hasta Puerto Argentino, donde estaba el hospital de campaña. No recuerdo el tramo, pero fue… Sé que fue largo. Eran horas. Capaz que fueron quince minutos en llegar, pero yo me acuerdo que no llegábamos más. Él gritaba, toda esa situación. Bueno, esto me lo cuenta este cabo primero. Y me dice que me agradecía que yo le hubiese ayudado a despegar las manos. Y yo: no, no sé de qué me estás hablando. “¿No te acordás que me quedaron las manos pegadas en la camilla del frío? ¿Y que vos me frotabas las manos para despegarlas y que prendiste el motor para darme calor?” Yo no me acordaba. Y es el día de hoy que no me acuerdo. Él me decía: “y yo te puteaba porque me dolía, pero te agradezco porque me ayudaste.”
La guerra saca lo mejor y lo peor de las personas. Yo agradezco muchísimo a Dios porque me vi en distintas situaciones y siempre salí bien y estuve con gente que estuvo a la altura de las situaciones, ¿viste? Me quedo con eso. Me acuerdo de una vuelta que un oficial, que era segundo jefe del regimiento, amenazó con estaquearme porque yo no estaba afeitado. Mirá lo que te cuento. El tipo me gritó, me insultó, porque ¿cómo iba a estar sin afeitarme? Claro, hay que entender que el abandono, o sea, el no afeitarse, el no higienizarse, era echarse al abandono. Entonces había que tratar de que el espíritu esté siempre alto, más allá de que estés en esa situación, uno tenía que estar higienizado. Yo lo entiendo por ese lado, pero de ahí a quererme estaquear… Era un tarado este tipo. Evidentemente un oficial de escritorio, ¿no? Estaba en el pueblo, no venía nunca. Y aparece este subteniente y pregunta qué pasa y se hace cargo. “Es soldado mío, señor, ya me voy a encargar de hacerlo estaquear.” Subimos al jeep y me dice, en voz baja: “este es un boludo…” Esas situaciones se vivían. Entonces me quedo siempre con lo bueno, que nos ayudó y nos ayuda a sobrevivir.////MMIAS